Qué situación tan extraña

Nunca imaginé que llegaría a vivir una situación como esta y menos con niños pequeños en casa. De hecho creo que todavía no soy consciente del todo de lo que está pasando. Me niego a creerlo, me parece más una situación de una película de ciencia ficción que de la realidad.

Llevamos confinados en casa 5 días por la pandemia del ya famosos coronavirus y, sin previsión de saber cuándo podremos salir a la calle con normalidad o cuándo podremos volver a nuestras rutinas, esas rutinas que tanto odio y que a partir de ahora valoraré por lo que suponen, «normalidad».

Ayer salí de casa por primera vez en varios días para llevar al peque de la casa a la pediatra de urgencia por fiebres altas, vómitos y diarreas (resultó ser un virus de garganta), y me sentí muy extraña, me parecía irreal todo lo que veía; Muy poca gente por la calle (obedeciendo las órdenes del gobierno) y la que había cabizbaja, con mascarillas y alejándose de cualquier contacto humano. Los parques precintados, los restaurantes y las tiendas cerradas, las carreteras sin coches, los transportes públicos vacíos y una sensación de sociedad dañada, muy dañada.

Cuando llegué al centro de salud, los pacientes esperaban fuera del centro a más de un metro de distancia unos de otros e iban saliendo los doctores para coordinar dónde debía ir cada uno. Cuando me tocó a mí, una doctora muy amablemente me explicó dónde debía dirigirme. Entré en el ambulatorio que he pisado un centenar de veces y lo que me encontré me parecía un escenario debidamente preparado para una película. Todo el personal sanitario llevaba mascarillas y guantes, solo podíamos sentarnos en unos cuantos asientos reservados, el resto estaban precintados. La zona de administración estaba también precintada y nadie podía acercarse a menos de metro y medio de distancia. Evidentemente, estas son todas las medidas sanitarias tomadas por las autoridades para evitar la propagación del virus o, al menos, minimizarla lo máximo posible, pero no es lo mismo escuchar las medidas por parte de un político que presenciarlas. Me impactó.

Es la primera vez desde que soy madre que me encantaría chasquear los dedos y avanzar el tiempo. Lo avanzaría hasta el verano. Ojalá no estuviésemos viviendo esta pandemia.

Y es que, no me preocupa estar en casa confinada con mi familia, por suerte tengo el mejor compañero de vida del mundo y tres pedacitos de cielo que se adaptan a todo mejor que nosotros. Pero sí me preocupa que alguno de nosotros pueda ser ingresado en el hospital o en algunos de los espacios públicos que empiezan a habilitarse y nos veamos separados los unos de los otros, me preocupa necesitar del sistema sanitario por una urgencia y que éste esté colapsado y no pueda atendernos, me preocupa que enferme alguna de las personas a las que quiero y no podamos estar con ella. Y me angustia la incertidumbre de no saber cómo acabará todo esto, a cuántas de las personas a las que quiero afectará y si lamentaremos algún fallecido cercano.

Y viviendo esta situación también valoro. Valoro cada noche más que nunca que estemos todos juntos en casa sanitos y es que el peque de la casa ha estado pachucho con fiebres altas y ahora eso asusta. Valoro los abrazos que ahora no puedo dar y de los que nunca pensé que me vería privada. Valoro más que nunca mi relación con mi familia y amigos a los que pienso achuchar como si no hubiese un mañana cuando la mierda del coronavirus este de las narices se marche. Valoro la suerte que tengo más que nunca.

Para terminar este post, me gustaría citar una reflexión de la psicóloga italiana Francesca Morelli respecto a todo lo que estamos viviendo a causa del coronavirus y que no me extraña se haya hecho ya viral:

Creo que el universo tiene su manera de devolver el equilibro a las cosas según sus propias leyes, cuando estas se ven alteradas. Los tiempos que estamos viviendo, llenos de paradojas, dan que pensar…
En una era en la que el cambio climático está llegando a niveles preocupantes por los desastres naturales que se están sucediendo, a China en primer lugar y a otros tantos países a continuación, se les obliga al bloqueo; la economía se colapsa, pero la contaminación baja de manera considerable. La calidad del aire que respiramos mejora, usamos mascarillas, pero no obstante seguimos respirando…
En un momento histórico en el que ciertas políticas e ideologías discriminatorias, con  fuertes reclamos a un pasado vergonzoso, están resurgiendo en todo el mundo, aparece un virus que nos hace experimentar que, en un cerrar de ojos, podemos convertirnos en los discriminados, aquéllos a los que no se les permite cruzar la frontera, aquéllos que transmiten enfermedades. Aún no teniendo ninguna culpa, aún siendo de raza blanca, occidentales y con todo tipo de lujos económicos a nuestro alcance.
En una sociedad que se basa en la productividad y el consumo, en la que todos corremos 14 horas al día persiguiendo no se sabe muy bien qué, sin  descanso, sin pausa, de repente se nos impone un parón forzado. Quietecitos, en casa, día tras día. A contar las horas de un tiempo al que le hemos perdido el valor, si acaso éste no se mide en retribución de algún tipo o en dinero. ¿Acaso sabemos todavía cómo usar nuestro tiempo sin un fin específico?
En una época en la que la crianza de los hijos, por razones mayores, se delega a menudo a otras figuras e instituciones, el Coronavirus obliga a cerrar escuelas y nos fuerza a buscar soluciones alternativas, a volver a poner a papá y mamá junto a los propios hijos. Nos obliga a volver a ser familia.
En una dimensión en la que las relaciones interpersonales, la comunicación, la socialización, se realiza en el (no)espacio virtual, de las redes sociales, dándonos la falsa ilusión de cercanía, este virus nos quita la verdadera cercanía, la real: que nadie se toque, se bese, se abrace, todo se debe de hacer a distancia, en la frialdad de la ausencia de contacto. ¿Cuánto hemos dado por descontado estos gestos y su significado?
En una fase social en la que pensar en uno mismo se ha vuelto la norma, este virus nos manda un mensaje claro: la única manera de salir de esta es hacer piña, hacer resurgir en nosotros el sentimiento de ayuda al prójimo, de pertenencia a un colectivo, de ser parte de algo mayor sobre lo que ser responsables y que ello a su vez se responsabilice para con nosotros. La corresponsabilidad: sentir que de tus acciones depende la suerte de los que te rodean, y que tú dependes de ellos.
Dejemos de buscar culpables o de preguntarnos por qué ha pasado esto, y empecemos a pensar en qué podemos aprender de todo ello. Todos tenemos mucho sobre lo que reflexionar y esforzarnos. Con el universo y sus leyes parece que la humanidad ya esté bastante en deuda y que nos lo esté viniendo a explicar esta epidemia, a caro precio.

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